LAS MEDIDAS CONTRA LA SEQUÍA: UNA NUEVA HUÍDA HACIA ADELANTE

Comencemos por los consensos sociales. Estamos en la peor sequía de la historia. El sector agroalimentario consume la mayor parte del agua en el estado español (más de un 80%). La región más golpeada por la sequía es la cuenca mediterránea: desde Cataluña hasta Andalucía, sin desmerecer las situaciones de sequía de Castilla la Mancha y Extremadura.

Continuemos por los consensos científicos. La mayoría de los escenarios que el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC por sus siglas en inglés) proyecta para la cuenca mediterránea son de una desertificación creciente que alterna, en mayor o menor medida, eventos de calor extremo con periodos largos de sequías severas. No en vano, desde abril de 2023 se han registrado en todos los meses los días más cálidos desde que se tienen datos. De los 365 días del año pasado, 250 días tuvieron una temperatura significativamente superior a la media del mismo día de los últimos 25 años. Las consecuencias del cambio climático se han disparado desde 2022 y la comunidad científica aún no comprende exactamente por qué se ha descorchado la botella de la crisis climática. Muchos grupos de investigación, no obstante, han hablado mucho sobre los “tippings points”. Es decir, puntos de inflexión que una vez rebasados nos sitúan en un escenario desconocido de incertidumbre climática. Una fase en la que los procesos ya no tienen por qué evolucionar poco a poco, sino que lo pueden hacer de forma brusca e inesperada. Una vez cruzada esa línea se pueden rebasar nuevos puntos de inflexión que nos transporten a una espiral de cambios sin posibilidad de retorno hacia una situación de estabilidad o que nos lleven a una estabilidad climática que haga imposible la vida humana en determinadas zonas del planeta. Este es el precio de la crisis ecológica en la que estamos inmersos y el precio de una concentración de dióxido de carbono atmosférico que es un 50% mayor al que había en la era preindustrial. ¿Habremos rebasado ya alguno o algunos de los puntos de inflexión climáticos? ¿Estamos ya en periodo de no retorno?

A todo lo anterior hay que sumar los últimos hallazgos relacionados con un más que posible colapso de la llamada circulación del Atlántico Norte (AMOC, por sus siglas en inglés). La AMOC es una corriente oceánica que distribuye el calor por el planeta y permite que la energía fluya desde el hemisferio sur hasta el hemisferio norte, haciendo que, gracias a la circulación atmosférica, Europa goce de un clima más benigno que América del Norte. Muy pocas veces pensamos que Barcelona tiene la misma latitud que Nueva York y que solo la diferencia en dos grados de latitud de la gélida ciudad de Toronto. La AMOC, a consecuencia del cambio climático, tiene signos muy serios de un debilitamiento creciente y cada vez más investigaciones aseguran que su colapso es solo cuestión de tiempo. Los primeros modelos que tratan de prever qué pasaría si la AMOC colapsara, concluyen que se daría un enfriamiento generalizado de Europa y de algunas otras zonas del hemisferio norte. ¿Nos enfriamos o nos calentamos? Ambas cosas: el colapso de la AMOC podría suponer un enfriamiento del hemisferio norte y un sobrecalentamiento del hemisferio sur al verse bloqueada la corriente que permitía un reparto mundial del calor. Muchas zonas del norte de Europa pasarían a estar en latitudes en las que en América del Norte no vive nadie a causa del frio extremo. Podríamos pensar que el calentamiento global en nuestras latitudes se podrá ver compensado por esta posible nueva era glaciar, pero tampoco será así. Y es que también se prevé un cambio en el régimen de lluvias que afectará, por supuesto, a la cuenca mediterránea, la cual se estima que podrá perder de entre un 25 y un 50% de precipitaciones en este nuevo escenario. Por tanto, los posibles escenarios a los que nos enfrentamos son: un desierto frío o un desierto abrasador. Escenarios desastrosos para la agricultura.

Pero lo peor de estos escenarios no es la temperatura extrema ni la sequía ni las serias dificultades en la producción de alimentos. Lo peor de este escenario es que el sistema económico capitalista y sus lógicas siguen vivos. Lo peor es que el propio capitalismo será quien enfrente el problema ecológico en general y la crisis climática en concreto. El pirómano ha de apagar el fuego que él mismo ha desatado. No parece un escena muy alentadora.

Hablemos claro. La lógica productivista es la que nos ha arrastrado a esta situación. Y el capitalismo es un sistema intrínsecamente productivista. La economía capitalista o crece o muere. No sabe vivir en un estado estacionario y ese es el problema de todo. No hay recursos planetarios para una economía infinitamente voraz. Analicemos por un momento uno de los sectores con mayor responsabilidad en esto de la crisis ecológica y climática: el sector agroalimentario. En teoría la misión de este sector es la de dar de comer a la humanidad, pero sería ingenuo pasar por alto que el objetivo de cualquier capitalista es el de ganar dinero y hundir a la competencia para ganar más dinero. Y en producción agrícola el agua puede ser lo que marque la diferencia. Es por ello que en los últimos 25 años en comunidades como Castilla la Mancha la superficie de regadío haya aumentado un 65%, siguiéndole muy de cerca Andalucía y Extremadura. Pero lo más significativo de todo no es que se hayan introducido cultivos de regadío como el aguacate o el pistacho, sino que el cultivo de regadío más extenso actualmente sea el olivar, ya que se han ido cambiando progresivamente variedades tradicionales de secano resistentes frente a la sequía por otras de regadío mucho más productivas pero más vulnerables. El 75% de la producción de regadío se exporta. Porque en el fondo esa es la clave: producir más para poder competir mejor. Así es como incluso en el año 2022, primer año en el que las consecuencias de la sequía eran ya patentes, el sector agroalimentario español incrementaba sus exportaciones en un 13,1%. El agua garantizaba el sacrosanto crecimiento y el más sacrosanto beneficio capitalista. Pero el precio lo pagamos todos.

El precio no solo lo pagan aquellas familias minifundistas que se han visto obligadas a realizar cambios hacia un tipo de agricultura cada vez más extensiva o fenecer, llevando al límite de la quiebra sus economías familiares. El precio lo pagamos todos por una sencilla razón: la sobre-explotación agrícola agota el suelo y los recursos hídricos. La agricultura industrial moderna da lugar a suelos desnudos y sin materia orgánica, lo que favorece la erosión y la pérdida progresiva del propio suelo, que es la fuente original de la productividad vegetal. Esta pérdida de la productividad natural es suplida por fertilizantes, en su mayoría inorgánicos y procedentes una gran parte de ellos de modificaciones químicas a partir de recursos fósiles, generalmente gas natural. Se prevé que el pico de producción del gas natural ocurrirá en algún año entre 2025 y 2030, por lo que esta situación está cerca de cambiar drásticamente. La otra cara de este problema es que este tipo de suelos empobrecidos disminuyen la posibilidad de recarga de los acuíferos. Unas aguas subterráneas menguantes y cada vez más contaminadas por la concentración de los fertilizantes y otros químicos usados en la agricultura industrial. La última cuestión a considerar es cómo los paisaje agrícolas industriales influyen en la propia pérdida de lluvias. Si actualmente se sabe que los paisajes con vegetación natural favorecen las lluvias al permitir lo que se conoce como ciclo corto del agua, de la misma manera podemos decir que los paisajes agrícolas modernos, vegetalmente devastados, literalmente hacen que llueva menos. Y ahora la cuadratura del círculo es completa: el sector agrícola devasta los recursos hídricos a la par que demanda cada vez más agua, ese mismo recurso de cuya escasez es responsable. Mientras la comunidad científica estaba pronosticando una merma en el agua de lluvia, el sector agroalimentario estaba sobreexplotando los recursos hídricos existentes. No parecía tener mayor importancia, hasta que llegó la sequía. Y no cualquiera, sino esta sequía.

Mención a parte merece la ganadería industrial. El consumo total de agua de esta actividad es mayor que el de la agricultura. Para comprender esto, hay que entender que para producir un kilo de carne, no solamente debemos tener en cuenta el agua que bebió el animal para producirla, sino el agua que fue necesaria para producir el grano que convertido en pienso produjo el engorde del animal en cuestión. En las últimas décadas, el sector de la ganadería no ha hecho sino crecer, basando su crecimiento esencialmente en el aumento de las exportaciones, fundamentalmente de carne de cerdo. Lo curioso es que, a excepción de la carne de ave, el consumo interno de carne ha sufrido una caída, que aunque leve ha sido continuada desde casi inicios del presente siglo. Así que aunque consumimos un poco menos de carne, la producción cárnica ha aumentado. Otro aspecto a destacar para comprender el problema de la ganadería industrial moderna es que a pesar del incremento en las toneladas de carne producidas al año, durante la última década se perdieron 170.000 explotaciones ganaderas. Más animales producidos en menos granjas es igual a una mayor concentración de capital en el sector y a un un mayor grado de hacinamiento animal: las llamadas macrogranjas. He aquí el quid del problema. Este hacinamiento animal no sólo afecta al estrés de los animales, sino que también supone un alto riesgo en la contaminación de las aguas subterráneas, las mismas de las que echamos mano en momentos de sequía. Así, según informó el propio Ministerio de Transición Ecológica en tan solo 4 años (desde 2016 hasta 2019) la contaminación del agua por nitratos había aumentado en todo el estado en un 51% y se apuntaba a las llamadas “macrogranjas” como principales responsables de ello. Pero, sin duda alguna, las aguas subterráneas eran las más perjudicadas, habiendo aumentado la contaminación en un 75%. Estos escalofriantes datos vinieron apoyados por un informe de la Comisión Europea que afirmaba que la ganadería era responsable del 81% del nitrato que finalmente contaminaba cualquier tipo de sistema acuático. Como vemos, el ejemplo de las macrogranjas es paradigmático: es el resultado de una feroz competencia en un sector en el que los pequeños productores quedan fuera de la partida y a su vez son origen de una mayor presión hacia los recursos hídricos, no solo por el consumo directo e indirecto, sino porque aceleran especialmente la contaminación de las aguas, las mismas que requieren cada vez más para seguir creciendo.

En otro artículo cabría explicar la responsabilidad del sector agroalimentario en la emisión de gases de efecto invernadero. Aquí simplemente me limitaré a afirmar que este sector es uno de los principales responsables de la crisis ecológica y del cambio climático. Y ahora ya sí tenemos el panorama completo sobre las responsabilidades de cada cual. En un año con lluvias normales el sector agrícola compite por el agua con los espacios naturales llegando a acabar con ellos: es lo que ha pasado con las Tablas de Daimiel y lo que está pasando con Doñana y con muchos otros humedales. Pero en un año con sequía el sector compite con las localidades y ciudades y ahí la cosa se pone más fea. Los distintos gobiernos impondrán recortes en el suministro y prohibirán determinados usos recreativos del agua. Pero a la par llevarán a cabo unas actuaciones contra la sequía, que solo en Andalucía costarán unos 200 millones de euros. Estas actuaciones están destinadas a exprimir aún más los recursos hídricos continentales y marinos, en un intento de salvaguardar así los beneficios del sector agroalimentario sin cuestionar un ápice el irracional modo de producción de los alimentos: trasvases, desalinizadoras, transporte marítimo de agua, nuevas tomas en embalses, etc. También habrá una partida destinada a nuevos sondeos de aguas subterráneas, esas mismas aguas mermadas y contaminadas por el sector agrícola, motivo por el cual estos sondeos se prevén de una dificultad considerable.

El posible aumento de los precios de los alimentos como consecuencia de la sequía pondrá todas las cartas sobre la mesa. Ya lo estamos viendo con el aceite de oliva. En la medida en que las exportaciones tengan como destino mercados con mayor poder adquisitivo, estas se verán menos afectadas que el consumo interior. Los productos, por tanto, se colocarán donde más rentabilidad a corto plazo obtengan. Las medidas para favorecer la subsistencia del sector primario se pagarán con fondos públicos crecientes, pero nadie pedirá cuentas de lo que se hace con los alimentos producidos y con los beneficios obtenidos por el sector. Neoliberalismo de manual: socializar las pérdidas y privatizar los beneficios. Y asegurar una forma de producción suicida.

El capitalismo tiene estas cosas. Cuando aumentamos las exportaciones de los productos agroalimentarios, con ellos también estamos exportando agua, y en nuestro caso, agua de regiones que se están desertizando. Pero no es la única catástrofe producida por un sistema cuyos medios de producción están en manos privadas y cuyas lógicas de producción están en manos de una deidad llamada mercado. Para controlar los precios en el sector agroalimentario existe una práctica que es dejar que una parte de la producción se pudra, controlando así una alta oferta que podría hacer caer el precio del producto en el mercado. La Política Agraria Comunitaria (PAC) incluso incluye la indemnización por el sacrificio de hasta el 5% de la producción, a fin de salvaguardar la renta del agricultor, asegurando un precio del producto que haga que la campaña sea rentable. El problema es que esta práctica no es en absoluto una excepcionalidad, sino una regla que hace que cada año un 14% de la producción mundial se deje echar a perder por estos motivos, particularmente entre los meses de noviembre y marzo. Cuando los defensores del mercado encumbran la “lucha contra el hambre en el mundo” a la hora de defender una u otra innovación de ética dudosa en la práctica agrícola, muy a menudo se olvidan de estos datos. Hay que comprender que cuando dejamos que una cosecha se pudra, también estamos dejando “morir” el agua que ha sido utilizada para producirla. Los datos nos describen mejor este panorama: en el año 2019, en Andalucía, y especialmente en Almería, el agua utilizada para producir alimentos que finalmente se desecharon fue el equivalente a 300.000 metros cúbicos de agua subterránea. Es decir, en solo un año, en una de las regiones más secas de la península ibérica se desperdició el agua equivalente a 120 piscinas olímpicas y de paso también se emitieron más de 7.500 toneladas de dióxido de carbono para el mismo fin: ninguno. No solo exportamos agua, sino que además la tiramos mientras agravamos el problema que nos ha traído hasta aquí.

Sin embargo, nadie dice lo que hay que decir: no podemos seguir produciendo alimentos de esta manera. No podemos seguir produciendo alimentos al margen de los avances de la ecología moderna. No podemos seguir produciendo alimentos con prácticas que nos hacen perder el suelo y su fertilidad. No podemos seguir produciendo alimentos compitiendo por el agua con los espacios naturales. No podemos seguir produciendo alimentos sobreexplotando y agotando los acuíferos. No podemos seguir aumentando la superficie de regadío. No podemos seguir contaminado las aguas. No podemos seguir aumentando la producción animal. No podemos seguir disminuyendo la recarga de las aguas subterráneas. No podemos seguir produciendo alimentos como meras mercancías, parte de los cuales se dejarán echar a perder para mantener los precios del mercado. No podemos acabar con las variedades tradicionales de secano. La producción de alimentos no puede ser un obstáculo en la conservación y regeneración de los ecosistemas, entre otras cosas por el valor que suponen a la hora de favorecer las lluvias del ciclo corto del agua. El agua es un bien escaso y aún lo será más en los escenarios que están por venir. Hay que transitar hacia un modelo agroalimentario respetuoso con el agua y con los ecosistemas. Todo lo demás tiene los días contados. Todo lo demás se llama capitalismo y es una locomotora que se dirige hacia el abismo ¿Por qué? Porque hay que asegurar los beneficios. Ha llegado el momento de tirar del freno de emergencia y hacer descarrilar este tren.

Hay que cambiar el rumbo. Producir alimentos con prácticas agrícolas constatadas que disminuyen la emisión de gases de efecto invernadero, aumentan la productividad de la tierra, salvaguardan los recursos hídricos, aumentan la biodiversidad y protejan los ecosistemas es posible. Técnicamente también es posible abandonar el productivismo de otros sectores de la economía y reducir drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero sin que la calidad de vida se resienta e incluso aumentando el bienestar de la gran mayoría de la población. Para enfrentar esta sequía es preciso enfrentar el cambio climático que la ha parido. No hacerlo es darle una patada hacia adelante al problema de fondo. Podemos hacer más trasvases, más pozos, más desoladoras, pero si se constantan las previsiones del IPCC no habrá obra pública suficiente para meter todo el desierto en un oasis. Y esto sin contar con la contaminación de aguas dulces y saladas y el actual agotamiento de la gran mayoría de los acuíferos. Sacarnos de este problema no es posible sin una economía democratizada y al servicio de una mayoría social. Con los grandes medios de producción en manos privadas e impregnados de lógicas de beneficio cortoplacista no es posible salir de la crisis ecológica en la que nos hayamos. El problema es común, por lo que la solución habrá de integrar a todos y no sólo a la oligarquía que se queda con los beneficios y que toma las decisiones económicas de gran calado que acaban afectando a la mayoría. Decisiones que nos han llevado a la situación extrema en la que estamos. Hoy más que nunca hay que desposeer a esa élite económica que rige nuestras vidas a fin de tomar nosotros y nosotras las riendas. Diseñar un nuevo sistema económico que saque a la plusvalía del centro de la ecuación y que ponga en su lugar al ser humano y a la naturaleza. No esperemos que quienes nos han traído hasta aquí intenten sacarnos del lugar donde nos han metido porque lo que está en juego son sus propios privilegios que defenderán con uñas y dientes. Hoy más que nunca cobra sentido la frase de Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”. Y la barbarie del capitalismo es la de hacernos creer que es posible un crecimiento infinito viviendo dentro de un planeta finito.