EL MOVIMIENTO OBRERO DURANTE LA DICTADURA Y LA TRANSICIÓN

La recuperación del movimiento obrero

La dictadura franquista fue un régimen con un marcado carácter de clase. Toda su barbarie tuvo como objetivo la eliminación de las organizaciones obreras para asegurar la explotación sin límites de los y las trabajadoras por la burguesía. Habrá que esperar hasta la década de los 60 para ver una recuperación de la clase obrera, con una nueva generación de trabajadores/as para los/as que los horrores franquistas de la guerra ya quedaban algo atrás. Esto se unió a los cambios económicos que el régimen impuso, abandonando la autarquía para apostar por un modelo basado en la mecanización del campo, que liberó una importante cantidad de mano de obra a las ciudades, favoreciendo la concentración de trabajadores/as asalariados/as fábricas y empresas de sectores nuevos como la automoción, los electrodomésticos o la industria química además de los ya existentes.

Será esta joven clase obrera la que encabece un auge de la conflictividad laboral, cuyas importantes experiencias como la Huelga de bandas[1] ayudaron a consolidar la recuperación de la conciencia de clase y sentaron las bases para las luchas de los siguientes años. Este movimiento obrero se caracterizó por ponerse en movimiento no solo para cuestiones económicas, pues la identificación de la patronal con la dictadura hacía que cualquier reivindicación, por pequeña que fuera, se volviera una potencial oposición al modelo vertical de relaciones laborales de la dictadura, adquiriendo las luchas obreras un carácter político y de antirégimen. De hecho, eran habituales las huelgas de solidaridad para apoyar a otros centros de trabajo en lucha, decisiones que se tomaban en asambleas y que desarrollaron numerosas experiencias de auto organización como los Comités Obreros y otras iniciativas.

Para impedir que se desarrollaran estos lazos de solidaridad, la dictadura respondía con represión. Una represión que en ocasiones radicalizaba, ampliaba y politizaba las luchas; no era raro que cuando se producían detenciones a militantes del movimiento obrero, sus compañeros de trabajo solían convocar paros de inmediato para exigir su puesta en libertad, y el propio empresario se veía obligado a rogarles a las autoridades franquistas que lo liberaran, para así poder retomar la producción.

Esta orientación basada en la autoorganización, la solidaridad y la movilización constante permitió importantes victorias: en una fábrica de Tafalla, por ejemplo, se consiguieron subidas salariales de hasta un 34 % anual, se abolieron las horas extras y consiguieron que se hicieran fijos a los trabajadores eventuales de la plantilla. Estas herramientas de lucha permitían a las y los trabajadores arrancar conquistas a la patronal, victorias que reforzaban su moral y les permitían tener más confianza para poner en duda la autoridad de la patronal, hasta tal punto que el régimen franquista temió perder el control de la calle. De hecho, las rentas del trabajo crecieron por encima de las del capital, es decir, la tasa de beneficio de los empresarios se redujo. Esta situación, unida al trabajo militante de algunas organizaciones políticas revolucionarias que intentaban unificar las exigencias más económicas con reivindicaciones sociopolíticas, nos permite afirmar que en los últimos años de la dictadura el movimiento obrero no solo era sindical, sino que tenía un fuerte contenido político y era el pilar fundamental de la oposición antifranquista.

El auge del movimiento obrero en la Transición

La crisis del petróleo de los años 70 agravó la economía del Estado español, que aun seguía siendo débil, y aumentó la conflictividad social. La burguesía intentó hacer recaer la crisis sobre los/as trabajadores/as, pero su alto grado de organización lo volvía una tarea extremadamente difícil para la patronal.

La dictadura estaba contra las cuerdas: por un lado, la oposición antifranquista crecía al calor de las movilizaciones; por otro, los capitalistas veían con espanto que la represión ya no surtía efecto y que, además, la dictadura era incapaz de hacer frente a la crisis económica. El temor a que el ejemplo de la Revolución Portuguesa se replicara en el Estado español en un momento en el que la autoorganización, la solidaridad y las expresiones unitarias del movimiento obrero estaban en su cenit, convencieron a la burguesía de que era necesario un giro. Era necesaria una demolición controlada de la dictadura, para dotar al capitalismo español de una nueva cáscara legal, que fuera aceptable para la oposición y con la suficiente legitimidad para hacer recaer en la clase obrera el peso de esa crisis.

La muerte de Franco y la huelga de Vitoria-Gasteiz

No obstante este giro no fue aceptado rápidamente por todos los sectores de la burguesía. Con la muerte del dictador, aún se intentó prolongar la dictadura con unas reformas mínimas. Sin embargo, con la muerte de Franco también se desataron unas oleadas de las movilizaciones y huelgas, con los sucesos de Vitoria-Gasteiz como la experiencia más importante, que desbordaron completamente al gobierno y demostraron que la opción de la dictadura no tenía más recorrido.

La huelga de Vitoria-Gasteiz arrancó con conflictos en varias empresas de la ciudad, reprimidos con detenidos y despidos. La lucha se radicalizó y en enero de 1976, 6.000 trabajadores van a la huelga contra un decreto de topes salariales y para mejorar sus condiciones de trabajo. En febrero convocan otra Huelga General, que logra liberar a los detenidos, y una tercera en marzo para integrar a los trabajadores despedidos. La lucha se extendió a casi todas las fábricas de la ciudad y la policía respondió con gaseando y disparando sobre una asamblea de trabajadores en la iglesia de San Francisco de Asís. Los obreros tuvieron que defenderse y el día terminó con un saldo de cinco trabajadores de entre 17 y 32 años asesinados y más de 150 heridos de bala.

La actuación del gobierno de Arias Navarro y Fraga, Ministro de Gobernación, que afirmó que “la responsabilidad de las recientes muertes la tienen los que quieren obtener por la fuerza un cambio político. En este caso el Gobierno es inocente y la policía ha demostrado durante meses una enorme paciencia”, demostró que la naturaleza del régimen no había cambiado. Los y las trabajadoras no hicieron esperar su respuesta, convocando huelgas huelgas de solidaridad en Vizcaya (150.000 huelguistas), Guipúzcoa (más de 150.000) o en Pamplona, con enfrentamientos con la policía durante cuatro días. Por su parte, el PCE, que era la organización política con más peso en el movimiento obrero y que se encontraba en las posiciones del “eruocomunismo” bajo la dirección de Santiago Carrillo, en vez de aumentar la radicalización y la extensión de la lucha se limitó a organizar funerales simbólicos adoptando una actitud de “responsabilidad” que no pasaría desapercibida para los capitalistas.

La traición del reformismo al movimiento obrero

Arias Navarro tuvo que dimitir, llegó Adolfo Suárez y la burguesía franquista cambió definitivamente de estrategia. Se crearía un sistema parlamentario y constitucional que mantuviera la dictadura del capital con una fachada democrática, manteniendo en todo momento un control total del proceso para evitar que la clase trabajadora protagonizara una salida propia, en ruptura con el sistema capitalista. La patronal mudaría de piel, demasiado identificada con la dictadura, y se reorganizaría para recuperar el control de la situación y su legitimidad. Para lograr esto era necesario la colaboración de dos actores, el PCE y el PSOE.

Ernest Mandel analizó el “eurocomunismo” al calor de los acontecimientos: “el verdadero rostro del reformismo aparece claramente siempre que la supervivencia de la economía capitalista y el Estado burgués se ve en peligro inmediato. Entonces los reformistas constituyen la última línea de defensa de la burguesía. Este papel, que ayer fue representado por la socialdemocracia, lo será mañana por la socialdemocracia y los PC conjuntamente. La aceptación y la defensa política de la austeridad por Berlinguer, bajo los más diversos pretextos, es en realidad la aceptación y la defensa de la necesidad de aumentar la tasa de beneficio capitalista para salir de la crisis en el marco del régimen capitalista. Los trabajadores españoles están advertidos: si no se oponen resueltamente, será aplicada la misma política en España.”[2]

Y así fue. A través de CCOO y UGT, el PCE y el PSOE ataron y amordazaron al movimiento obrero para introducir la falsa idea de la paz social. Se priorizó la recuperación de los beneficios empresariales, la liberalización de la economía, y sobre todo, la contención salarial para reducir la inflación. Dichas medidas iban a afectar negativamente en las condiciones de la clase obrera, pero el PCE y el PSOE con el apoyo de las direcciones de CCOO y UGT aceptaron dichas medidas y se comprometieron a limitar la movilización obrera, a cambio de ciertas contrapartidas sociales y políticas. Todo ello se justificó afirmando que la correlación de fuerzas era desfavorable para lograr un cambio social, y que había que ser cautelosos para evitar una nueva guerra civil o una involución hacia la dictadura. En la práctica, estaban legitimando el naciente régimen monárquico y capitalista.

Como las dinámicas asamblearias y unitarias eran un impedimento para esa política, colaboraron con la patronal para hacer desaparecer las asambleas. El siguiente paso fue la firma del Pacto de la Moncloa y con el Estatuto de los Trabajadores (1981), que institucionalizó un modelo que subordinaba la participación obrera a la delegación sindical. Asimismo, se prohibieron de manera expresa las huelgas de carácter solidario o político. A partir de entonces, las reivindicaciones del movimiento obrero se limitaron a cuestiones estrictamente laborales o salariales y la política se desvirtualizó, quedando reducida a la charlatanería de los partidos políticos con representación parlamentaria.

Frente a ello, los sectores más avanzados del movimiento mostraron una fuerte resistencia. Denunciaron que se trataba de un pacto social, que tenía por objetivo echar el peso de la crisis sobre las espaldas de la clase obrera. La respuesta de estas nuevas burocracias sindicales y políticas no se hizo esperar y hubo purgas en los sindicatos mayoritarios como la expulsión de la dirección de Navarra de CCOO o de los militantes de la LCR de UGT en 1978 para evitar la extensión de la crítica. La patronal, reorganizada, legitimada y con el apoyo de las direcciones sindicales se impuso individualizando las luchas “empresa a empresa”, acabando la mayoría de las movilizaciones en derrota.

Esta política de los reformistas fue nefasta para los y las trabajadoras y solo haría que empeorar. El carácter de las huelgas pasó a ser defensivo, al contrario que todo el ciclo anterior y tras la victoria electoral del PSOE en 1982 se empezaron a aplicar las recetas neoliberales y se procedió a la reconversión industrial que acabó con algunas de las fábricas más combativas del movimiento obrero. Se lanzaron ideas como la sociedad de consumos y la terciarización de la economía para desdibujar la identidad de la clase obrera.

Sin embargo esto no significa que el movimiento obrero haya sido derrotado definitivamente. Las resistencias, las huelgas y las movilizaciones siguen y seguirán existiendo. Este contexto político y las condiciones objetivas dejan entrever futuros estallidos sociales. Lo que falta son militantes revolucionarios/as capaces de intervenir en esta situación, que partan de esas luchas para reconstruir la conciencia de clase y que tenga como objetivo la destrucción del sistema capitalista, un sistema que solo genera guerras y explotación.

[1] Para saber más, consultar el cuadernillo nº22 de La actualidad de la Revolución de IZAR

[2] https://elpais.com/diario/1977/08/04/internacional/239493614_850215.html